Sabía que esa noche vendría su hija, había escuchado a Carmen, su mujer, susurrar al teléfono un “no te preocupes por él, yo me encargo de que todo salga bien”. Con un sentimiento contradictorio, puso rumbo a la iglesia que daba cobijo a su hermandad. Desde el pasado lunes santo, vistiendo la túnica de nazareno, no la había vuelto a pisar.
Se sentó en el último banco, no se atrevió a levantar la cabeza, se sentía culpable. Con las manos cubriéndole la cara, le fue imposible ahogar un gemido que le salió del alma al que acompañaron dos grandes lágrimas que vinieron a mojar sus dedos. No hizo por buscar en el bolsillo de su pantalón ese pañuelo almidonado que cogía diariamente de su mesita de noche. Decidió dar rienda suelta a su desahogo.
Sus años de estudio, su dilatada experiencia profesional, sus numerosas conferencias sobre la adolescencia, no habían servido para conseguir que la relación con su única hija se desarrollara dentro de un mínimo marco de cordialidad. No había sabido compaginar el éxito profesional con la vida familiar, aunque jamás llegara a reconocérselo a su mujer, era consciente de todo, pero no soportaría dar su brazo a torcer. Ajeno a la educación, problemas, e inquietudes de su hija, siempre utilizó el salvoconducto del conocimiento, el poder y el dinero, en muchos casos de forma arrojadiza, para escapar de su responsabilidad.
Ahí sentado, como había hecho muchas veces desde que su hija se marchó de casa, mimetizaba el crujir de la madera de la banca con el de su alma. Amaba a su hija con locura. No había pasado un día que no se maldijera a sí mismo por no haber sabido mantenerla a su lado. Para el resto, ese amor no existía. La única foto que conservaba de ella, vestida de comunión, la tenía en su despacho, apresurándose a esconderla cada vez que recibía la visita de algún amigo o familiar.